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Se me está haciendo la noche
en la mitad de la tarde.
No quiero volverme sombra,
quiero ser luz y quedarme.
Frag. de la zamba Quiero ser luz – Daniel Reguera
-Yo escribiré este artículo.
Tú lo leerás. Ambos estaremos momentáneamente unidos por él, pensando y
sintiendo las palabras que lo forman-.
Aceptamos sin dificultad el
enunciado anterior como si se tratara del más firme axioma.
Sin embargo, dar esto por cierto
es basarnos en espuria futurología.
¿Puedo asegurar que no dejaré
inconcluso este escrito?.
¿Puedes afirmar que lo leerás
pase lo que pase?.
¿Podemos garantizar que
lograremos compartirlo?.
No. No podemos.
¿Por qué?. Porque una profunda
incertidumbre ante lo que sucederá en el próximo segundo, es la única certeza
que tenemos por delante.
-Así que yo también tendré que
morir como Enkidu. ¡La desesperación me inunda el corazón!-. Esas son las
palabras de Gilgamés quien, ante la muerte de su amigo, toma conciencia de su
propio e irremediable futuro.
Sus palabras reflejan lo que con
frecuencia observamos en nuestra experiencia infantil.
Camila, mi hija menor, hace un
tiempo atrás, solía despertarse temerosa algunas noches pensando que podía
morirse. Como el héroe sumerio, ella también tomó conciencia de su mortalidad.
Quizá este abrumador
descubrimiento sobrevino, principalmente, a raíz de la pérdida de una de sus
abuelas; sin duda la proximidad afectiva fue el desencadenante de su alarma que
se venía gestando desde antes por la visión de escenas en televisión o por la
escucha de conversaciones de adultos.
Como sea, para todos, hay un
punto en nuestra infancia donde nos percatamos que moriremos y... los adultos
que nos tutelan también.
Y la angustia se tornaría
inmanejable si no pudiéramos abrigarnos bajo las alas de un ser inmortal y
omnipotente al que llamamos DIOS.
Poco a poco, vamos
incorporándonos a un juego entre la conciencia de finitud y la esperanza de
eternidad.
Las más de las veces, y aun
cuando nuestro deseo de objetividad en el asunto sea el más fuerte y sincero,
todos queremos que sea verdad que la muerte no existe.
No nos afligen del mismo modo la
matanza de gallinas o vacas, el envenenamiento de cucarachas u hormigas, ni las
flores marchitas o las hojas secas de los árboles. Todas formas de vida que
perecen como nosotros. Para ellas no hay eternidad.
¿Para nosotros, sí?.
Una de las plegarias que los
egipcios anotaron en el Libro de los Muertos dice: “¡Salve, Osiris, padre
mío divino!. Lo mismo que tú, cuya vida es imperecedera, mis miembros conocerán
la vida eterna. No me pudriré. No seré comido por los gusanos. No pereceré. No
seré pasto de la miseria. Viviré, viviré”.
No está de más recordar que citas
similares, más lejanas o cercanas a nosotros, se pueden encontrar en todas las
religiones, incluso en las actuales.
Somos los únicos seres de este
planeta que reniegan de su destino final. Los únicos que no admiten la
definitiva desaparición de su rostro en los espejos.
La perdida de un ser querido
cambia todos nuestros planes, toda nuestra visión del futuro, ahora sin él.
Ante ello, iba a decir que “no
es fácil aceptar” que nuestros padres, hijos o cónyuges, por ejemplo, ya no
existen, ya no son. Pero la expresión “no es fácil aceptar” es
inapropiada. Lo que realmente creo es que es imposible dejar de pensar que
están vivos de algún modo. El más racional de los seres, debe admitir esto.
Sus voces resuenan en nuestra
mente; su ropa, sus muebles, sus fotos, nos ilusionan haciéndonos pensar que
regresarán como lo hace un viajero.
No nos resignamos a aceptar que
la muerte sea más poderosa que nosotros.
“El sentimiento de la unidad
indestructible de la vida es tan fuerte e inconmovible que repugna y niega el hecho
de la muerte. En el pensamiento primitivo jamás se considera la muerte como un
fenómeno natural que obedece a leyes generales; su acaecimiento no es necesario
sino accidental. Depende, siempre, de causas singulares y fortuitas; es obra de
hechicería o de magia o de alguna otra influencia personal hostil”
(Antropología filosófica - Ernst Cassirer).
Esta ancestral creencia en la
invulnerabilidad de la vida es lo que llevó a los hombres primitivos a enterrar
a los muertos con sus bienes, a veces con sus familias y esclavos, para que les
sirvan en esa “otra vida” a la que iban.
Es el mismo sentimiento que
moviliza a personas como el Dr. Raymond Moody a escribir libros como “La vida
después de la vida” o al periodista Víctor Sueiro a realizar el ciclo televisivo
“Misterios y Milagros”, a partir de su experiencia personal tras haber
sido declarado clínicamente muerto.
Y es posible que la vida después
de la muerte exista. No es un hecho que yo esté en condiciones de demostrar. De
igual modo, también es probable que no la haya. Cualquiera de ambas
posibilidades, al menos hasta hoy, no pueden ser probadas de manera
irrefutable.
Sí podemos asegurar que la muerte
existe. Nada sobre el después.
De todos modos, seguiremos
planificando día a día, hora a hora, nuestras acciones. Planearemos las
vacaciones venideras, la fecha de nuestro casamiento, la reunión con amigos, el
próximo libro por leer.
Nos olvidaremos, naturalmente,
que la muerte está delante nuestro, quizá sentada al lado. Que no discrimina
entre chicos y grandes, ricos o pobres, sanos o enfermos, negros o blancos,
mujeres u hombres, sabios o burros.
Con su actitud imparcial puede que nos esté diciendo que
nos dejemos de perder el tiempo en segregaciones, en conflictos, en disputas
que ella no hace y que atendamos debidamente a nuestro único propósito:
ENALTECER LA VIDA.
Uno de los versos de “La aldea
de Kiang”, del poeta Tu Fu, dice: “El sino respetó mi juramento de
volver vivo”. También a mí me permitió terminar este escrito. Es mi mayor
deseo que te permita a ti leerlo y a ambos sentirnos momentáneamente unidos.
Daniel Adrián
Madeiro
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